El Cementerio de los Desconocidos



Desde que tengo memoria, siempre he pensado que mis sueños conectan partes de mi subconsciente y las hacen realidad durante la noche. Pero a veces no entiendo por qué mi mente tiene pensamientos tan retorcidos.


Una vez, mientras caía en brazos de Morfeo, empecé a sentir que caía hasta que llegué a un punto donde todo parecía normal. Me encontré con mi familia afuera de un parque y necesitábamos cruzar al otro lado de la calle, pero una estructura enorme se interponía entre los dos extremos. Era más difícil rodearlo que cruzarlo por dentro. Mi familia y yo decidimos cruzarlo, pero para mi sorpresa, aquel edificio gris y robusto lleno de baldosas blancas era, en su interior, un enorme cementerio. Los pasillos se extendían hasta donde alcanzaba la vista, repletos de nichos. El lugar medía alrededor de 30 metros de altura y si mirabas bien, veías tumbas y más tumbas en el techo. En el centro, había estatuas de hombres en posiciones extrañas y más adelante, un carro que nos disponía a cruzar aquel lúgubre lugar. Recuerdo que mi madre se sentó en la silla de adelante con mi hermana, mientras yo me coloqué en la parte de atrás. Al entrar en las entrañas de ese lugar, empezamos a pasar por lugares oscuros. Eran como bibliotecas, pero en lugar de libros, estaban llenas de huesos. El lugar se hacía cada vez más denso, y al fondo, podías ver a personas con antorchas buscando las tumbas de sus seres queridos para dejarles flores. El agua a veces se filtraba, y se podían escuchar los pasos de la gente pidiendo ayuda porque llevaban días sin encontrar a sus seres queridos dentro de ese mar de nichos. De repente, el lugar se llenó de un silencio ensordecedor, y empecé a escuchar voces de niños jugando. Escuché el chapoteo de miles de pies intentando agarrarse del auto. De repente, unas manos empezaron a tocarme la cara. Me decían nombres, pero no podía distinguir nada. Empecé a gritar, pero los niños solo me callaban y se reían de mí. Al llegar al final de la puerta para salir de allí, los toques empezaron a ser menos intensos, pero el lugar emanaba cierta malignidad. Al momento de despertar, un niño se me acercó de entre la oscuridad, tomó mi mano y me dijo: "Entrégale esto a tu tía".


Desperté helado, y miré mi mano. Tenía un pendiente con las iniciales MdC. Mi piel se erizó. Respiré hondo y llamé a mi tía. Le conté lo sucedido, y ella me dijo: "En Semana Santa enterré a mi hija María del Carmen con sus aretes, y cuando la saqué, no encontré ninguno. Si tú tienes uno en la mano, ¿quién tiene el otro?"


De la puerta del cuarto se escuchó una voz que dijo: "El otro lo tengo yo..."

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