El Vampiro de Puerto Ordaz



A lo largo de la historia, la humanidad ha sentido un profundo temor hacia los vampiros. Algunos los ven como seres románticos capaces de amar eternamente. Este miedo persiste incluso cuando nunca se ha visto a uno. En mi pintoresco pueblo de Puerto Ordaz, un lugar de belleza natural con sus ríos y montañas, también alberga creencias en brujas y vampiros.


En Puerto Ordaz, surgió una inquietante historia que involucra a un hombre del campo cuya muerte ocurrió en circunstancias misteriosas. Lo más sorprendente es que el propio hombre predijo su fallecimiento. Después de morir, supuestamente se comunicó con su familia desde el más allá. Muchos aseguran haberlo visto después de su muerte. Se especuló sobre un posible pacto con el diablo, pero el párroco local de esa época, el Padre Roberto, argumentó que no era el caso. Según él, este hombre era un vampiro que pretendía simular su muerte para escapar de aquellos que conocían su secreto. Estos individuos, a su vez, habían advertido al sacerdote Juan, quien compartía la responsabilidad pastoral en el pueblo.


Para prevenir su regreso a la vida, se tomaron medidas de seguridad extremas. El ataúd se llenó de ajos y se aseguró el cadáver con cadenas. En la puerta del ataúd se colocaron puntas de plata bañadas en agua bendita, y luego se encerró el ataúd en una jaula. Solo una persona tenía las llaves de esta seguridad: el Padre Roberto.


El Padre Roberto solicitó al sepulturero que cuidara la tumba durante siete días, el período en el que se creía que el hombre debía volver a la vida y salir de su sepulcro. De no ocurrir así, debía permanecer enterrado durante cuatro años antes de que se le clavara una estaca de madera seca en el corazón. La familia, consciente de la singularidad de la situación, dio su consentimiento.


Los primeros tres días, el sepulturero no experimentó nada extraño junto a la tumba. Era escéptico respecto a estas cuestiones sobrenaturales y seguía su rutina de llegar alrededor de las cinco y media y marcharse antes de que cayera la oscuridad, como le había ordenado el Padre Roberto. Sin embargo, en la cuarta noche, mientras disfrutaba de un cigarrillo y tarareaba una canción, su reloj marcó las doce. En ese momento, una voz le preguntó si no podría compartir un cigarrillo o al menos dar una calada. El joven sepulturero se puso de pie, creyendo que alguien había ingresado al cementerio con la intención de robar objetos de las tumbas. Iluminó el área con su linterna, pero no encontró a nadie.


Una risa resonante provino de la misma tumba que estaba custodiando. El miedo se apoderó de él. Se dijo a sí mismo que era imposible que alguien estuviera vivo después de tres días de entierro, pero la risa persistió y se hizo aún más fuerte. Desde la tumba, una voz le suplicó que lo liberara y prometió otorgarle cualquier deseo que quisiera. En busca de valentía, el sepulturero comenzó a rezar, pero las carcajadas llenaron el cementerio. Escuchó ruidos provenientes de las otras tumbas, los muertos parecían estar despertando. El terror lo embargó y, olvidando su propósito original, huyó del lugar.


Presuroso, el joven sepulturero corrió hacia la residencia del Padre Juan para relatarle los eventos perturbadores. El Padre Juan, vistiendo lo que pudo, agarrando un rosario y una jarra de agua bendita, lo acompañó al cementerio, regañando al joven por haber abandonado su deber. Al llegar al cementerio, todo parecía en calma. El Padre Juan se centró únicamente en la tumba del supuesto vampiro, que permanecía intacta. Aunque inicialmente se sintió inclinado a reprender al sepulturero por una falsa alarma, una escena inquietante confirmó que no había mentido. Seis cadáveres yacían fuera de sus tumbas, todos ellos habían sido enterrados recientemente, siendo uno de ellos el mismo día. Sin embargo, lo más desconcertante y aterrador era que estaban completamente deshidratados, como si algo hubiera succionado todos sus fluidos y solo quedara su piel cubriendo los huesos. Eran, en esencia, momias.


El Padre Juan y el sacristán se pusieron manos a la obra para volver a enterrar los cadáveres, que ya no despedían ningún olor, estando completamente secos. Al amanecer, el Padre Juan continuaba en el cementerio junto al joven sepulturero. Al día siguiente, el joven renunció, a pesar de las súplicas del Padre Juan. No deseaba tener más encuentros con los muertos.


En la siguiente noche, el Padre Juan se dispuso a vigilar la tumba, armado con su rosario y agua bendita. Al día siguiente, lo encontraron muerto, con una pequeña arma punzante clavada en el cuello. La tumba estaba abierta, aparentemente abierta por él mismo. A pesar de la tumba abierta, el cuerpo del supuesto vampiro seguía dentro. Doce cadáveres, en un estado similar a los anteriores, yacían desperdigados por el cementerio. El joven sepulturero relató lo que había vivido la noche anterior.


Los habitantes del pueblo y el Padre Roberto, quien quedaba como sacerdote, cerraron nuevamente las tumbas y guardaron las llaves. Cuando llegó el momento de exhumar los restos mortales cuatro años después, el Padre Roberto se opuso vehementemente. La tumba permanece en el antiguo cementerio, y el sepulturero insiste en que solo hay un cuerpo muerto en ella; el vampiro huyó la noche en que mató al Padre Juan.


Cuando finalmente exhumaron los restos del sacerdote Juan cuatro años después, se encontraron con una sorpresa inquietante: la tumba estaba completamente vacía, sin rastro alguno de un cuerpo o sus restos.


La noche en Puerto Ordaz se llenó de misterio y temor, y la leyenda de


 ese hombre que desafió la muerte para seguir con vida se convirtió en parte de la rica historia del pueblo.


Escrito por Osdashil Palma 

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